«Nosotros ordenamos además en este edicto que los Judíos y Judías cualquiera edad que residan en nuestros dominios o territorios que partan con sus hijos e hijas, sirvientes y familiares pequeños o grandes de todas las edades al fin de Julio de este año y que no se atrevan a regresar a nuestras tierras y que no tomen un paso adelante a traspasar de la manera que si algún Judío que no acepte este edicto si acaso es encontrado en estos dominios o regresa será culpado a muerte y confiscación de sus bienes.»
Con estas palabras, hace ahora más de 500 años, sus majestades católicas expulsaban de España a los judíos. Algunos se quedarían aquí, bajo conversión, naciendo aquello que hemos conocido como criptojudaísmo. Sin embargo, otros muchos, dejaron atrás la que había sido su casa, Sefarad. Y la añoranza, no sé si como un lastre o como un dulce recuerdo, ha pasado de generación en generación. Algunos de ellos guardan algo de Sefarad, una llave. Una llave que abre sus recuerdos, imaginados sin duda. Y uno se interroga cuando a muchos kilómetros de España, en la que ahora es su casa, Israel, de pronto alguien te reconoce como español y de pronto empieza a hablarte en algo que quiere sonar a español. Y que sin duda lo es, el español de 1492.
Siempre he creído que estábamos en deuda con el pueblo judío, y todos los que me conocen saben de mi interés (personal e historiográfico) hacia la que fue una de las Tres Culturas que tanto vende hoy como marca turística, porque omitimos la otra parte, claro, y es que nos quedamos “solos” a golpe de edictos de expulsión.
Pues no sé hasta qué punto se ha pagado parte de esa deuda esta semana, pero sé que se ha dado un paso histórico. Ante la presencia del Gran Rabino de Venecia, Gil Benyamin (con quien tuve la suerte de compartir dos horas de charla sobre judaísmo) y como colofón de la fiesta de Janucá,
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